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martes, 6 de enero de 2009

La soledad del escritor

Algunos de los más renombrados escritores y escritoras en todo el planeta recomiendan al escritor novel, o no tanto, reservarse un tiempo para desconectar de la sociedad y sus múltiples vicios y tentaciones, y de la civilización urbanita de nuestros días; recogerse en una pequeña y escondida casa en un remoto pueblo de la geografía española (o mundial, dependiendo del presupuesto de cada cual), y ocuparse exclusivamente en dar rienda suelta a su talento, o lo que sea que necesite o tenga a mano para escribir. Eso, digo yo, es tan maravilloso como imposible para el común de los mortales; un privilegio de pocos. Se necesita dinero. Mucho. Y tiempo. Mucho más. Y esto último no sólo es bien muy escaso, sino que además no se genera ni fluye cíclicamente como el primero. El tiempo que se va, que desperdiciamos tantas veces en tonterías, que se nos escurre entre los dedos como finísimos hilos de agua, no vuelve. Sería maravilloso, sí, poder aislarse de todo aunque fuera, no por unos días, siquiera por unas horas o unos breves minutos que se hacen nanosegundos cuando nos concentramos en algo tan absorbente como la literatura, ya sea propia o ajena. Yo reconozco con humildad que nunca hasta ahora he podido darme semejante lujo. A lo máximo que puedo aspirar es a la soledad de mi dormitorio-despacho-biblioteca. Allí intento, muchas veces en vano, desconectar de lo que me rodea. Trasladarme a otra dimensión, transportarme a otros mundos que son sólo míos hasta el momento en que decido compartirlos con los lectores, y creer y crear… Creer que mis creaciones pueden llegar a ti y a tantos otros que me esperan. Hay un tiempo para empaparse de todo y todos los que nos rodean, y un tiempo de soledad para construir nuestro propio mundo a partir de todo lo que nos han dado, lo que han compartido con nosotros, lo que nos han prestado… o lo que, con alevosía o no, le hemos robado al mundo. Y no hablo de plagio ni de piratería, sino de sensaciones, sonidos, colores, olores, palabras pronunciadas en la calle, durante el trayecto en tren o en autobús, en los probadores de unos grandes almacenes o en el ascensor de tu edificio… Sí, debe de ser maravilloso perderse en una isla desierta sin más compañía que tu sombra, y que nada ni nadie influya en tus pensamientos o en tus sensaciones más íntimas. Y es que a veces el comentario mejor intencionado puede ser muy perjudicial para la creatividad o el impulso del escritor.

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