FELIZ NAVIDAD A TODXS

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sábado, 27 de junio de 2009

Soledades

Inicio hoy, y casi por sorpresa, mi nuevo apartado de relatos. Este es el primero... ¡Disfrutadlo!

© Julia Siles Ortega. 2009. Todos los derechos reservados
© All Rights reserved


Miraba sin ver a los transeúntes que caminaban a paso rápido por la atestada avenida; sus ojos estaban más allá de cualquier objeto o ser humano. La mente ocupada en rememorar ese mismo día, cinco años atrás, cuando a punto estuvo de ser atropellada en plena calle. Ella solita se había lanzado por iniciativa propia al imparable tráfico buscando una muerte que sabía segura. Pero no había calculado bien; no contó con el hombre que la observaba desde una esquina, preguntándose si finalmente tendría el valor de acabar con todo. Era rápido de reflejos; se hallaba a más de cien metros de ella, y cuando vio que había decidido que aquél y no otro era su momento, corrió como una centella a tiempo para cogerla por la cintura con los dos brazos y cancelar así su viaje sin retorno.

Luego se sentaron a saborear una taza de té; no podía apartar los ojos de ella. «¿Por qué una mujer que puede tener lo que desee y hacer con su vida y con los hombres lo que se le antoje, decide matarse?».

Ella lo consideró un ingenuo, un producto barato de la sociedad de consumo que cree que el dinero todo lo compra. ¿De dónde había salido y quién le había dado permiso para interponerse entre ella y su inexorable destino? La muerte la había escogido a ella, a Penélope Santibáñez, y ese estúpido engreído con complejo de héroe de TBO lo había estropeado todo. Tenía ganas de matarlo, tanto como de explicarse y que entendiera por qué deseaba morir, y por qué no puede ir uno entrometiéndose en las vidas ajenas sin ton ni son.

El seguía con los ojos fijos en ella, eran unos ojos grandes, algo separados, y de un verde intenso; cuando les daba la luz, semejaban amarillos: un color a todas luces imposible, pensó ella. Ojos de serpiente. Le dio por sonreír. Incluso por soltar una carcajada imprevista. ¿De qué reía?, ¿de él? No importaba; estaba preciosa cuando reía, y si algo la había movido a risa, no debía de ser tan grande su desesperación. ¡Qué poco sabía de las mujeres! La risa es el disfraz de lo irremediable. El antídoto contra el dolor, tan grande que no cabe en el pecho y por algún lado tiene que buscar la salida.

Su rostro se volvió serio de repente; no quería que la malinterpretara, que pensara que su intento de suicidio había sido una comedia o peor aún: una trampa para atraparle. Aunque esto último era absurdo porque ella ni había reparado en su existencia, y cuando la agarró, no sabía siquiera si era hombre o mujer; no le había visto la cara. Ahora podía contemplarlo a placer; removía el azúcar del té con parsimonia, acomodado en su silla, con un brazo acodado en la mesa, y el otro colgando laxo a un lado del cuerpo. Constató que era zurdo, de esos a los que han obligado a palos a renegar de esa «mala costumbre». Su mirada se detuvo en la boca: labios de mujer, rojos, bien dibujados: una clara invitación a besarlos, aunque ella no lo haría. ¡Menudo atrevimiento! A ver si creía que le debía algo; ella no le había pedido que la salvara, al contrario. Estaba desvariando, ¿a qué venía fijarse en él de ese modo, como si quisiera conocerlo mejor?

Le leyó el pensamiento. Podía quedarse tranquila, pensó, no quería nada con ella; la había invitado a tomar algo caliente para que se le pasara el susto. Y el frío. Noviembre era un mes especialmente desagradable; por otro lado, la época ideal para suicidarse. Nadie esperaba que pasara nada bueno en noviembre, al menos no él. ¡Qué gracioso!, sin querer había dicho su nombre: Noel. «La culpa es tuya por haber nacido el día de Navidad», bromeaba su madre cuando se sentaban él y sus seis hermanos, todos varones, a la mesa para dar cuenta de las viandas navideñas que cada año, sin faltar uno, preparaba su progenitora con mimo y esmero, como si esperara al mismísimo Presidente a cenar.

Odiaba Nueva York en noviembre; odiaba Acción de Gracias y el maldito pavo que le servía como símbolo. Odiaba las tradiciones. Todas. No sólo las americanas; las españolas no eran mucho mejores. En realidad lo que no le gustaba eran las fiestas, las aglomeraciones, los rebaños de ovejitas con un único pensamiento que seguían ciegamente a un líder. Los líderes le recordaban a Sam: su marido durante veintisiete días y dieciocho horas. El liderazgo, político ¡cómo no!, sólo le había servido para ser el blanco de cuatro disparos una noche turbia en un callejón sin salida. Ella estaba en tierra extranjera y no conocía a nadie, aparte de Sam. Oh, sí, le habían presentado a cientos de personas durante el tiempo que habían estado juntos; pero a decir verdad, no recordaba ni uno solo de esos nombres. No podía pedir justicia, no sabía a quién pedírsela. Y lo peor de todo: no estaba segura de que Sam la mereciera.

¿En qué estaría pensando para que los ojos negros estuvieran perdidos en la nada más absoluta? Lo miraba pero no lo veía; era la misma mirada ausente que tenía hacía una hora cuando se disponía a tirarse a la calzada. ¡Lo que daría por que esos ojos estuvieran pendientes de él! Debía de estar loco, ¿no había quedado en que no quería nada con ella? ¿Por qué entonces se la imaginaba sin ropa y en su cama? Pero si ni siquiera se habían presentado como Dios manda… ¡Estaba de atar!

Ahora caía en que ni siquiera sabía su nombre. ¿Importan tanto los nombres? ¡Que más daba cómo se llamara! Lo mismo le podía dar un nombre falso y rimbombante, sacado de una novela rosa de las que le gustaban a su hermana menor. Si Rosa pudiera ver a ese hombre se moriría de la emoción; suspiraba por hombres así: fuertes, varoniles, misteriosos. Y con complejo de héroe de TBO. Ella quería algo más sencillo; sólo pedía un hombre en quien poder confiar, al que podérselo contar todo.

—Me llamo Noel.

—Pensé que nunca lo diría. Penélope —se presentó ella, estrechándole la mano.

—Bonito nombre. ¿Vive aquí?

—No me queda más remedio. Trabajo aquí. En Macy’s. No le preguntaré si lo conoce. Todo el mundo conoce Macy’s.

—¿Y qué me dice si le digo que yo nunca he estado allá? Y soy neoyorquino hasta la médula.

—Que es un tipo inteligente. Más de lo que pensé en un principio —le guiñó el ojo.

—¿Por qué no he pisado Macy’s? Vaya, un criterio harto curioso para medir la inteligencia.

—Porque no es un comprador compulsivo —le aclaró ella mostrándole una amplia sonrisa—; hay gente que entra a las nueve y media de la mañana, cuando se abren las puertas, y sale a las seis, cuando las cerramos. Se pasan todo el día metidos allí. A veces compran, otras sólo miran. Y la mayoría intenta robar algo de valor.

—¿Y le molesta?

—No mucho. A fin de cuentas, sólo soy dependienta. De la seguridad se ocupan otros. No pienso hacer doble trabajo cuando sólo cobro un suelo. Y mísero, además.

—¿Lleva mucho tiempo?

—Un par de años. Llegué como turista, pero… me enamoré de la ciudad.

—No es eso lo que iba a decir.

—¿Cómo demonios lo sabe?

—Soy psicólogo. Parte de mi trabajo consiste en escuchar lo que la gente calla.

—Bonita contradicción.

—Los secretos siempre son atractivos. Y usted tiene uno muy grande y muy doloroso. —Cambió de tema—: Tiene gracia, al principio la tomé por una ricachona.

—Eso es un fallo de percepción muy grave. Me decepciona. ¿Qué le hizo pensar eso?

—Su porte. Es elegante, tiene clase. Seguro que fue interna a un colegio de señoritas donde le enseñaron a ser una buena anfitriona y a lucir en sociedad.

—Para nada —rio ella—. Crecí en una barriada obrera, donde los chicos robaban motos y coches para desguazarlos y vender las piezas en los mercadillos. Fue un milagro que no llegara a mi casa con una barriga de dudoso origen.

Le resultaba increíble; la imaginaba mejor con un uniforme bien planchado, calcetines hasta las rodillas y el cabello, negro como ala de cuervo, recogido en largas trenzas. La imaginaba con un vestido blanco, vaporoso, largo hasta los pies; mortalmente aburrida en una fiesta de postín donde las mujeres eran cotorras, y los hombres simplemente imbéciles, anotando con expresión ausente en su carnet de baile las docenas de peticiones que le habían hecho hasta el momento, suspirando por un plan infinitamente mejor. Uno que incluyera a un hombre decente, para variar.

A ella le divertía su aire reconcentrado, ¿en qué debía estar pensando? Resultaba muy atractivo cuando estaba ensimismado. Resultaba muy atractivo en cualquier caso. Demasiado, concluyó. No quería cerrar los ojos y dejarse llevar por la imaginación, pero ¿cómo sería desnudo? ¿A qué sabrían sus besos? ¡Ah, había perdido el juicio! Lo último era salir de Guatemala para caer en Guatepeor. Si ni siquiera sabía por qué estaba allí; debería estar muerta, en un depósito de cadáveres. Era eso lo que quería. Psicólogo tenía que ser, ¡vaya mala suerte la suya! De todos los hombres que hay en el mundo, y tenía que rescatarla un loquero. Y guapo para más inri.

Parecía muy enfadada consigo misma; como si estuviera librando una lucha interna. Quizá no había sido tan buena idea salvarla. A veces la gente no quiere ser salvada. «¿Cuándo aprenderás, Noel, cuándo aprenderás a no meter las narices donde no te llaman? Nunca. No podía dejar que cayera bajo las ruedas de un coche; era una aberración permitir que una mujer así muriera. Lo que deseaba era besarla mientras sus dedos se perdían en las guedejas negras que le caían en completo desorden hasta la cintura. De repente, y con estudiado disimulo, fijó la mirada en sus pechos. Le parecieron bonitos bajo la blusa. Llevaban ya media hora en el salón de té, y la temperatura era cada vez más alta. El abrigo de ella estaba colgado en una percha, a la entrada. Él lo vigilaba de vez en cuando; no parecía muy caro, pero había demasiados rateros pululando por Nueva York, a la caza de cualquier cosa que pudiera venderse. Ella se estiró la falda, como si adivinase sus intenciones de mirar y evaluarle las piernas.

«Pero ¿qué demonios está haciendo? Quiere mirarme las piernas, le he sorprendido hace un momento con los ojos fijos en el escote. Cualquiera diría que va pidiendo guerra. Y en otro momento no le diría que no; pero hoy no tengo el cuerpo para abandonarme de ese modo en brazos de nadie.»

—¿Has acabado el té? Tengo las piernas entumecidas; quizá nos vendría bien un paseo.

«¿Nos vendría?» ¡Había hablado en plural, había dado por sentado que iban a pasear juntos!

—Tiene razón —le respondió—. Es hora de marcharse. Le agradezco lo que ha hecho; pero la próxima vez deje que la vida siga su curso. Es mucho más fácil para todos.

—No puedo darle la razón. Para mí no hubiera sido fácil verla morir atropellada y sin poder hacer nada por evitarlo.

—No era un accidente. Era un suicidio. Y ya soy mayorcita para decidir cuándo quiero que acabe mi vida.

Penélope se puso en pie y fue a buscar su abrigo. Los ojos de Noel se fijaron ahora en la estrecha espalda y en aquel trasero prieto y redondo. Antes de que pudiera reaccionar, ella se dio la vuelta y lo pilló mirándola embobado. Se rio. De nada servía enfurecerse o indignarse. Salieron juntos y empezaron a caminar por la avenida Lexington; iban muy separados, y la gente los miraba con curiosidad. ¿Eran o no una pareja? ¿Si lo eran, por qué mantenían tanta distancia, por qué no se agarraban de la mano, por qué no se sonreían…? Se dieron cuenta de que despertaban el interés de los demás caminantes, y Noel le tendió la mano. Ella la cogió sin pensárselo dos veces. El contacto, el primero que tenían de un modo consciente, la hizo estremecer. Mal asunto. Si cogerle la mano la ponía así… ¿qué seguiría? ¿Dónde acabarían?

Él no parecía tener prisa por dejarla, al contrario: sus piernas, que por lo normal, eran de zancada larga, ahora se movían muy juntas y muy despacio, demorando el paso, aplazando el momento de dejarla dondequiera que viviese; esperaba que fuera en un lugar muy apartado de allí, aunque no tanto como para suponer un peligro para su seguridad.

—¿Dónde vives?

—¿Por qué quieres saberlo, pretendes acompañarme hasta mi casa?

No sabía si estaba escandalizada o sólo sorprendida. ¿Y por qué la preocupaba tanto que supiera dónde vivía? No iba a hacer nada que ella no quisiera. No era un violador ni un psicópata. Y poca gracia tenía que la hubiera rescatado de las garras de la muerte para matarla. No es que no tuviera gracia, es que no tenía sentido. Ninguno.

—Perdona —se disculpó, viendo la cara de él, que reflejaba claramente todos sus pensamientos—. No quería ser impertinente. Pero ya te he dicho que no soy una señorita, ni estoy acostumbrada a que los caballeros me acompañen a la puerta de mi casa. Pero puedes hacerlo si te vas a sentir mejor.

—Gracias.

—Pero no te voy a dejar subir —le guiñó un ojo—, si eso es lo que estás pensando.

—Todavía no te he pedido nada.

Ella se quedó parada, desconcertada, incluso un pelín avergonzada. Pues sí que era verdad: había dado por sentado cosas que no eran —se ruborizó.

—Aunque podría sentirme tentado de pedírtelo cuando lleguemos —le devolvió el guiño.

—Y yo podría caer en la tentación de dejarte subir.

—Mmm… Eso suena muy bien.

Siguieron caminando en silencio. Ella no quería hablar. Él no osaba hacerlo por miedo a romper el hechizo. Penélope era una mujer misteriosa, su pasado era cosa suya o al menos así lo quería. De todos modos, lo dos estaban solos, y dos soledades pueden hacerse buena compañía, ni que sea por unas horas.

La noche estaba clara; el frío te calaba en los huesos, pero era un frío seco, ausente de lluvias. De repente se arrebujó contra él, apoyando la cabeza en su hombro; él no hizo nada por apartarla de sí; debía de sentirse muy a gusto. Era innegable que se gustaban. Si no hacía nada por evitarlo, iban a acabar desnudos en la cama. Y después ocurriría lo inevitable. Y supo con toda certeza que quería que sucediera. Se moría por verlo desnudo.

Era agradable estar así, caminar con ella pegada a él; sus rizos cosquilleaban su brazo, provocándole un inesperado placer; era tanto más hermosa cuanto más tierna se mostraba. Si no hacía nada por evitarlo, iban a acabar desnudos en la cama. Y después ocurriría lo inevitable. Y supo con toda certeza que quería que sucediera. Se moría por verla desnuda, por recorrer con sus labios cada pliegue de aquella piel suave. ¿Quién debió ser el último hombre que la abrazara cómo él deseaba hacerlo? ¿Estaría comprometida, casada, divorciada… acaso viuda? No, ¡qué tontería! Era demasiado joven y hermosa para ser viuda. Claro que… tenía un sentido. ¿Por qué, si no, iba a querer matarse? Pero le pareció que era una mujer demasiado práctica para morir «por amor».

¿La estaba psicoanalizando? Estaba tan callado. ¿En qué diantres estaría pensando? Casi sin darse cuenta habían llegado al bloque de pisos baratos donde ella vivía. A la muerte de Sam había tenido que largarse de la Quinta Avenida: era paraíso de ricos. Y ella, como Cenicienta a la medianoche, se había visto súbitamente despojada de todos sus privilegios de mujer casada. Hizo sus maletas y se mudó a la depauperada barriada que iba a constituir su mundo de ahí en adelante. Y podía sentirse privilegiada porque no había perdido su trabajo.

—¿Subes o no? Hazlo antes de que me arrepienta de esta locura.

Subieron juntos los diez tramos de escaleras ajadas que llevaban hasta el décimo piso. El piso, sin ser nada del otro mundo, era coqueto y se veía muy cuidado. Puede que fuera pobre, pero era limpia y esmerada; le gustaba el orden, que todo se viera inmaculado y en su lugar. También le gustaban los animales, pero era impensable que pudiera cuidar alguno si apenas le daba el sueldo para sobrevivir. Él paseó la mirada a su alrededor. Le gustó lo que vio. La decoración de un piso hablaba mucho de la persona que lo ocupaba. Y Penélope se desvivía, al parecer porque todo estuviera a la perfección dentro de sus escasas posibilidades económicas. ¡Qué no haría si tuviera los recursos suficientes, si tuviera dinero a espuertas para malgastar a su capricho!

Ella decía que no era una señorita, pero se equivocaba de medio a medio; tenía talento de sobras para lucir como quisiera donde quisiera. Se preguntó cómo luciría un anillo en su dedo; el que él pensaba regalarle si las cosas iban bien entre ellos a partir de ahora. ¿Y por qué no iban a ir bien? El modo en que ella se le había arrimado, buscando protección y seguridad hablaba de necesidades insatisfechas desde sólo Dios sabía cuándo…

—Dame cinco minutos, ¿sí? Hay cerveza y vino en el frigorífico. Coge lo que más te apetezca. Ahora salgo.

Se encerró en aquel pequeño cubículo y le dejó fuera. Pero su cordialidad era buena señal. Le hizo caso y se sirvió una cerveza fría, a ver si así se le bajaba la calentura; notó un leve tirón en los riñones, y supo que si ella no salía pronto y lo aliviaba, iba a tener un problema.

Cuando apareció ante él, supo que definitivamente «iba a tener un problema»; no necesitaba mirar abajo para saber que su miembro cobraba vida propia por momentos y no era capaz de obedecer a su cerebro que le ordenaba paz y paciencia. Ella lo miró a los ojos, una muda pregunta:

—¿Estoy deseable, apetecible… lujuriosa, tentadora?

Él bizqueó pero no abrió la boca, simplemente la besó.

Este relato ganó un Premio en la Revista RomanTica's donde fue publicado (noviembre de 2012)

http://www.romanticasmagazzine.es/index.php/ganadores-rosas-romanticas-2009.html