FELIZ NAVIDAD A TODXS

FELIZ NAVIDAD A TODXS
Este banner publicitario ha sido creado por Alexia Jorques

martes, 3 de agosto de 2010

Tras tu ausencia


Hola a todos; después de muchos días de sol y playa, vuelvo con vosotros y lo hago con un relato bajo el brazo. Mmm, más que relato, es una carta, pero podría pasar como ambas cosas, creo yo. Ha salido en el nº 7 de la revista RomanTica'S, y aquí os dejo el enlace por si queréis leer la revista entera, cosa que os recomiendo de corazón

http://www.romanticasmagazzine.es/

Y ahora sí, os dejo aquí mi relato. Besos a todos y ¡¡feliz agosto!!


Cinco años.


Cinco años insomnes, perezosos, vagabundos; años llenos de días, de mañanas en las que todavía me estremece tu olor a fresas salvajes y a Chanel nº 5; cuando amanezco bañado en sudor, gimiendo, llorando, maldiciendo… Maldiciendo a ese Dios en el que ni tú ni yo creíamos porque ya habíamos probado el sabor de su traición. Tú y yo sólo creíamos en nosotros mismos. Tú en ti; yo en mí; y muy de vez en cuando el uno en el otro. Porque después de más de veinte años de matrimonio y una hija en común, todavía guardábamos secretos bajo siete llaves y hubiéramos matado para mantenerlos escondidos a los indiscretos ojos de la codiciosa curiosidad ajena. Porque te fuiste de mi lado sin decirme ni una sola palabra de esos dos años «exiliada» en España; porque tuve que enterarme de tu destino a través del cuñado de una amiga de una ex novia del hermano de un compañero de rodaje en Los Ángeles que, casualidades de la vida, te vio paseando una tarde de julio por las cálidas, fragantes y abarrotadas calles de Logroño, con la cara demacrada y el cuerpo escuálido; ni las gafas de Gucci ni el pañuelo de Hermès podían ocultar que estabas pasando «una mala racha». ¡Y qué cosas! El pobre diablo era fan tuyo, de tus libros, de cada palabra que salía de tus rojos y exquisitos labios. Como el más escrupuloso fetichista tenía cientos de fotos tuyas (y nuestras), todos tus libros, los artículos que escribiste, las críticas que te hicieron: buenas, malas, peores; las entrevistas a las que te sometías con disciplinada resignación… Al parecer, todo lo guardaba con mimo, con esmero, con devoción casi religiosa.


¿Te preguntaste qué debe sentir uno cuando se convierte en el Dios de alguien, el mito, el referente? Alguien que vive la vida al mismo compás que tú, en paralelo, escuchando la misma banda sonora que tú escuchas, oliendo los mismos olores y paladeando los mismos sabores… ¿Qué se siente?


Sí, el pobre tipo te vio, te reconoció entre cientos de personas, pero, demasiado tímido, no se dio a conocer. Ni se acercó a ti ni te pidió un autógrafo. Sólo te miró a los ojos el tiempo que dura un parpadeo y se marchó. Quizá eso le bastaba; y, ¡fíjate tú!, a mí veinte años de felicidad compartida, con sus altos y bajos, con sus peleas, sus reconciliaciones, sus gritos y sus silencios nunca me bastaron. Me dejaste con el mono, con el delirium tremens, con la insatisfacción del avaricioso, del lujurioso, del envidioso. Y es que no sé tú, pero yo nunca llevé bien tener que compartirte con otros.


Lo sé, lo sé: ésa era tu profesión, tu carrera, tu vida. Yo estaba allí como parte indispensable de tu mundo, tu inabarcable universo hecho de gente VIP. Pero sólo una parte, no el todo. Y me dolía, y mil veces pensé en buscar amor entre otros brazos, consuelo, una sonrisa amable, ingenua, sincera; un poco de atención, de ésa que tú repartías a manos llenas entre tus fans y de la que a veces me llegaban las migajas. Lo pensé, sí. ¿Hubiera valido para algo? No. Mi infidelidad hubiera reafirmado la mala opinión que siempre has tenido de los hombres.


«¡Pobres criaturas débiles (estúpidas) que no saben controlar sus pasiones!»


Nunca supe muy bien qué pretendías al casarte conmigo, ¿por qué me elegiste a mí a pesar de ser como era? ¿O fue precisamente porque era como era que resulté elegido? Cinco años llevo haciéndome las mismas preguntas sin respuesta; cinco años coqueteando con la botella, como de costumbre, pero cada vez menos. Poco a poco, sin querer, he ido rebajando la dosis. Ahora apenas sí bebo. ¿Para qué? Ya no te tengo a mi lado, recriminándome mi debilidad. Tampoco tú eras tan fuerte como presumías. Más lista, quizás. No permitías que tus anhelos resquebrajaran la muralla que te habías construido alrededor. Genio y figura hasta la sepultura. Nadie debía descubrir que la «gran» Judith Ordóñez tenía un vicio, una tentación, un dolor, una pena…


Te fuiste y yo me quedé aquí. No solo. No lo creas ni por un momento. Siempre estuve en buena compañía; tal y como vaticinabas medio en broma, medio en serio, después de tu funeral el teléfono no paró de sonar. Como si cientos de mujeres hubieran contado los minutos y los segundos que faltaban para mi repentina y en absoluto bienvenida libertad. Tictac, tictac. Y como tú bien sabías, todas fueron descartadas: una tras otra. Y no te imaginarías nunca quiénes se han quedado a mi lado. Primero fue tu «gran» amiga, Bárbara. Sí, seguro que si pudieras vernos ahora te alegrarías. O no. Eras tan imprevisible que era imposible saber de antemano cómo reaccionarías ante los acontecimientos. Tan salvaje como los leones y las panteras; como ellos, te movías por impulsos.


A veces, cuando hablaba contigo, tenía la sensación de moverme, muy despacio, por un campo plagado de minas anti-persona; todo iba sobre ruedas y de repente, sin previo aviso, decía o hacía algo que te enojaba o te dolía o te ofendía. Y pasabas días sin dirigirme la palabra. Nunca me decías en qué había fallado.


«Si no lo sabes tú… es inútil que yo venga a explicártelo.»


Y luego llegaba la calma, la normalidad y el buen humor a nuestro dormitorio, porque los enfados, como las depresiones, te duraban bien poco. Reías, me hacías mimitos, cosquillas allá donde tú sabías que era más vulnerable a tus delicadas manos, y acabábamos en la cama, con los cuerpos enredados y sudorosos… igual que tantos otros matrimonios enamorados. Igual que esos que salen en las telenovelas y en las comedias románticas made in USA. Y entre orgasmos, en un frenesí de sexo salvaje, me olvidaba enseguida de lo difícil que era a menudo vivir contigo.


Bárbara te conocía bien, quizá incluso mucho mejor que yo. Aunque admitía sin tapujos que llevabais tantos años distanciadas que… En fin, no hubiese puesto la mano en el fuego por nada ni por nadie. Ya no. Había madurado, envejecido. Como tú y como yo, tenía heridas abiertas y, no sé muy bien de qué manera, en estos cinco años hemos ido curándonoslas mutuamente. Vino un día a Grosvenor Crescent a pedir trabajo; se había enterado, no sé muy bien cómo, que andaba buscando una asistenta: una que permaneciera en su puesto más de una semana, a ser posible. Al principio ni sabía quién era, ¡cómo hubiera podido saberlo! Luego nuestra pequeña Gillian me lo dijo. No sabía muy bien qué pensar. Mis primeros impulsos iban del suicidio al asesinato. No entendía qué hacía en nuestra casa ni qué deuda pretendía saldar conmigo. Conmigo no. Si acaso, contigo… y para eso ya era demasiado tarde. Al fin pudo más mi lado práctico y dejé que se quedara. Me convenía tenerla cerca, pendiente de mí y de mis caprichos como tú nunca lo habías estado. Poco a poco se fue ganando mi confianza y empezamos a conversar, y entre los dos rellenamos las lagunas de nuestras vidas.


No, no, no, ¡ni se te ocurra pensarlo! Nunca pasamos de ser simples confidentes. Te queríamos demasiado para traicionarnos y traicionar, de paso, tu memoria.


Dicho esto, quizá no se explique lo que voy a decir a continuación: Me he vuelto a casar.


Si Bárbara fue la primera, Deborah fue la segunda.


Podría echarles la culpa a esos diablillos que en todo se meten y todo lo enredan… pero como tú bien decías: dos no se enamoran si uno no quiere. Y aunque el asunto empezó con una encerrona preparada por ellas —y con la complicidad de Bárbara—, a la primera cena siguió una segunda y una tercera… Llegó un momento en que fuimos indispensables el uno para el otro. Y a pesar de que a menudo, en las noches, te recuerdo y recuerdo el día que nos conocimos, cuando nos casamos y los inolvidables momentos que vivimos juntos, no me arrepiento de haber dado este paso. Y diría que mi mujer tampoco. Que sí, que ya sé que suena de lo más extravagante, que tú y yo sabemos que mi relación con Alex nunca ha sido ideal. Pero también sabíamos que Alex nunca se tomó muy en serio ni mis arrebatos de mal humor ni mis prejuicios, y que hizo oídos sordos a todas mis muchas impertinencias. De algún modo supo ver más allá y algo bueno debió encontrar en mí para imaginar, siquiera por un instante, que podía ser «un buen partido» para su amantísima madre que llevaba tantísimo tiempo soltera y lo que menos necesitaba era un mal marido.


La pobre Deborah llevaba una fatal racha de citas a ciegas cuando Alex y Gill decidieron tomar cartas en el asunto. Por increíble que parezca, a estas alturas, todavía quedan hombres a los que les asusta una madre soltera, ¿te lo puedes creer? En pleno siglo XXI y así estamos: colgándole sambenitos a la gente que una vez cometió un error o tuvo la osadía de ir contra el sistema.


No te has perdido nada en estos cinco años; no ha habido nada que fuera tan importante como para justificar tu presencia y tus comentarios mordaces. Y no te hubieras sentido a gusto en este, nuestro patético universo, que va de cabeza hacia la destrucción total.


Destrucción del planeta mismo, de los valores, de las tradiciones… No, no te hubieras sentido a gusto con esa moralidad del «sálvese quien pueda» que cada vez ha ido tomando más cuerpo en la decadente sociedad capitalista que ha de perecer tarde o temprano, pero que se resiste tenazmente a hacerlo. Si la vida es un continuo ciclo, diría que hemos vuelto a la Era Cuaternaria donde el homo sapiens cazaba, follaba y poco más. Nos hemos convertido en animales de costumbres: de malas costumbres, indiferentes al dolor y la felicidad ajenos.


No, no te hubiera gustado este estado de cosas.


Y lo sé: te sentías ya demasiado cansada de luchar contra molinos de viento; de entregar y sacrificar tanto a cambio de tan poco.


A veces la vida se acaba cuando debe. No es fácil para los que nos quedamos resignarnos a los caprichos del destino. Porque el destino es caprichoso. ¿Acaso alguien lo sabe mejor que tú?

© Julia Siles Ortega. 2010