Se nos ha muerto Jacko. A los cincuenta años, y de un modo un tanto inesperado. Al menos he de decir que yo me he quedado de piedra. Para los que tenemos treinta y muchos, la muerte de Michael Jackson supone el fin de un mito, de un icono, de una generación, la de los 80, que todavía tararea las canciones de aquel famosísimo y vendidísimo Thriller. Nos hemos quedado huérfanos de padre. (Consolémonos, aún nos queda Madonna: la madre). Aunque la vida de Michael había estado jalonada de escándalos en la última década, parecía que el hijo pródigo había vuelto a casa y con ganas de seguir dando guerra. Lástima por esos miles de fans que ya no podrán verle en Londres en julio. Es triste ver cuán efímera es la vida; cada vez que muere alguien, tenga la edad que tenga, a mí me da por replantearme mi vida, por valorar las cosas y la gente que realmente importan. Por relativizar la fama y el dinero. Y por hacerme buenos propósitos y plantearme nuevos retos. Por supuesto, ahora sus discos se venderán lo que no se vendieron en vida, fíjense en Larsson sin ir más lejos... La muerte vende. Y mucho. Pero yo prefiero disfrutar la vida, gracias. Te echaremos de menos, Michael. Pero nos queda tu música en el corazón.