© Julia Siles Ortega. 2005. Todos los derechos reservados
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Un par de gaviotas sobrevuelan la playa en un cielo gris de finales de septiembre. Las olas mueren en la arena, bañando mis pies, dejando en mi piel sabor a sal. Nada volverá a ser lo mismo, ni yo ni los míos. La vida me había llevado hasta una carretera que se bifurcaba: cielo e infierno; vida y muerte; calor y frío; Roberto y mi padre. Y a un secreto: el de mi madre.
El mar siempre ha sido mi aliado, y andar por la orilla me proporciona una paz inigualable e inexplicable. Se ha cerrado un pasado a mis espaldas, y se abre un futuro ante mí. Llegó la hora de reordenar el mobiliario de mi cabeza: desterrar viejos hábitos y recuerdos para dejar paso a los grandes cambios que se están produciendo en mi vida y a mi alrededor.
Me recojo el vestido; otra vez se ha mojado. Me pasa a menudo. No es muy largo, apenas me llega a las rodillas; pero en días como hoy el mar se embravece a estas horas, cuando declina el sol, y si no tienes cuidado en apartarte, acabas empapado de agua. Y para mí esa sensación es agradable, muy agradable. Casi todos los vestidos que tengo, salvo los de noche, me los pongo para pasear por la playa. Resultan muy femeninos, y el cuadro aparece muy romántico bajo este cielo de matices rosados. Todos los vestidos son de gasa, hilo o viscosa, y los colores son blanco, azul o negro.
Desde la playa veo los dos montes; a la izquierda: el monte Igeldo; a la derecha: el monte Urgull. Siempre me ha gustado esa figura paisajística donde los dos montes delimitan y casi protegen las playas. Y cuando uno cree que ahí, en el monte Urgull, acaba todo... Oh, ¡sorpresa! ¡Otra playa! Sí, la playa de Gros.
Sobre los riscos se eleva, construida en mármol y granito, nuestra casa. Para aquél que nunca haya estado en San Sebastián, señalaré que nosotros vivimos en el Paseo del Faro, en las faldas del monte Igeldo.
Si uno se asoma a cualquiera de nuestras terrazas y miradores puede ver, abajo, la playa de Ondarreta: recogida e íntima, apenas mayor que una cala. Mirando más hacia el este, ve el Paseo de La Concha, la playa y la bahía. Puedo enorgullecerme de ser hija de La Perla del Cantábrico, tal y como es reconocida con merecida justicia esta ciudad mía.
Desde mi habitación, más allá de la playa, se divisa la isla de Santa Clara. Apenas parece de juguete en ese mar profundo y frío.
Si alguien compra algún día nuestra casa, pagará por las vistas. No hay otras iguales en toda la ciudad.
De todo lo que me ha rodeado siempre, lo que más he querido y admirado ha sido la biblioteca de mamá. Cientos de libros, algunos escritos de su puño y letra; últimas novedades editoriales como Pequeñas infamias y Nosotras que no somos como las demás se mezclan con los clásicos como Don Quijote, El Lazarillo de Tormes, Los Episodios Nacionales... O Marinero en Tierra y Poeta en Nueva York; y con novelas que estuvieron de moda hace dos o tres décadas... El factor humano, Últimas tardes con Teresa, o Réquiem por un campesino español. Allí me he sentado infinidad de veces, en los sillones de cuero verde. Y me he quedado dormida más de una noche con el libro abierto sobre mi pecho. Ese es ---y será--- mi rincón, mi pequeño refugio casi secreto. Pero no el único.
Quizá debería hablar de los jardines japoneses y del huerto murciano, o de los rosales y malvarrosas que amorosamente cuida el señor Izagirre, nuestro simpático y diligente jardinero. O quizá de la piscina: un estanque natural donde en otro tiempo nadaron pececillos de colorines, y ahora nadamos nosotros.
Pero hablaré de mí y contaré mi historia...
Nunca me ha parecido tan bonita la casa, el mar ni San Sebastián como hoy. Tal vez sea porque he tomado la decisión final respecto a un asunto que me atormenta desde los doce años, y también porque he conseguido arrancarle a papá la promesa de que iremos a París en Navidad.
No es una gran promesa y tampoco necesito su permiso para pasar unos días en la sempiterna capital del amor. He vivido con un pie en San Sebastián y otro en Madrid desde que puedo acordarme. Sé exactamente cuánto dura el vuelo; y el paisaje que se divisa desde la ventanilla lo tengo aburrido. Más aburrida aún es mi vida en los platós de televisión. He crecido allá.
Toda historia tiene un principio y un final.
El final lo escribiré esta noche junto a mi hombre. El principio venía de muy atrás.
Cuando el treinta de abril de 1984, a las tres y media de la tarde, salí del vientre de mi madre y vi la luz del sol, después de nueve meses de oscuridad, lo primero que dijo ella nada más verme fue: “La semana que viene la llevaré a un casting”. Mamá quería que hiciera carrera en la televisión; para ser más exactos: con los anuncios de televisión. Todos pensaban que bromeaba; reconozco que ya entonces no estaba nada mal, y no he hecho más que mejorar con los años.
¿Soy una creída?
Sí. Si no te lo crees a los quince, ¡Dios, ¿cuándo vas a creértelo?! A lo que iba, nadie la tomó en serio, y eso que todos veían lo mismo que ella: un bebé de carita graciosa, rubia, con los ojos grises; ni muy gordita ni muy canija, con unas manitas y unos pies monísimos, y una sonrisa angelical. Ésa era yo.
Mamá es escritora; yo me llamo Leire en recuerdo de su primera y más querida heroína del papel. Todos me admiraron en la clínica, y horas después alguien le preguntó a mamá si realmente hablaba en serio cuando dijo lo del casting. Mamá movió enérgicamente la cabeza en señal de asentimiento. Y le dieron la razón.
Papá sonreía condescendiente; adoraba a mamá, y todo lo que ella decía iba a Misa. Podía haber dado su opinión si hubiera tenido una a mano, pero la noticia le pilló totalmente desprevenido; yo era la viva imagen de papá, y mamá estaba loca de contento por ello.
Como ya tenía a su niña guapa, no se mostró demasiado desilusionada cuando nació mi hermana Idoia y vio sus ojos castaños, su cara de monito y sus rizos negros. Por aquel entonces yo ya había anunciado casi todo lo que un bebé puede anunciar en la tele. El nacimiento de mi hermana lo viví como un sueño, dicen que no me separaba de ella y que la quería con locura; igual que hoy. Y fuimos creciendo; yo delante de las cámaras; ella tranquilamente en casa, jugando y viéndome a mí en la tele. “¡Lele, Lele! ---dicen que gritaba cuando me veía---. Lele, tele; Lele, tele”.
¡Qué suerte ser normalita!
No es que a mí me haya ido mal, pero ¡la de partidas de Monopoly y Trivial que me he perdido por andar siempre de un lado a otro! Claro que Idoia no ha jugado mucho al Monopoly tampoco. Al Trivial sí.
Más o menos cuando aprendió a leer y a escribir, se le metió en la testera que quería ser médico. Y aún está en ello. Va a empezar el cuarto curso de la E.S.O. Yo también estudio; estoy en último curso, pero a trancas y barrancas porque estudiar no es lo mío.
Idoia es una empollona de tomo y lomo. La nota más baja que ha sacado en su vida de estudiante ha sido un notable alto. Y fue en gimnasia, así que ya se lo puede uno imaginar.
Yo lo he intentado, lo juro; durante todos estos años he intentado sacar algo más que un suficiente en los exámenes de junio. Pero no ha habido nada que hacer; la inteligencia es patrimonio exclusivo de Idoia. Cuando estaba en cuarto de primaria, mamá me puso tres profesores particulares durante el verano. Había cateado seis, ¡seis! ¡Qué desastre! Hasta me amenazó con no dejarme hacer más anuncios. Pero lo cierto es que ella era la primera a quien se le caía la baba de puro gusto y orgullo cuando me veía anunciando los Kellogg’s y las galletas María. No creo que hubiera resistido el shock emocional de no verme entre escena y escena de culebrón televisivo. Y es que yo nací para hacer carrera delante de las cámaras.
Después de quince años empezaba a hartarme de tanta televisión; antes del verano, en plena fiesta de aniversario en la Playa de La Concha, Elena (mi vecina y mejor amiga desde siempre) me dijo lo que ella haría en mi lugar y con mi cuerpo serrano: meterme en una agencia de modelos. Reí; ni se me había pasado por la cabeza. Los anuncios de la tele fueron ideas de mamá. Pero Elena me miró, muy seria, y me dijo que era rematadamente tonta si me conformaba con anunciar compresas.
“¿No te gustaría anunciar perfumes caros?”, me preguntó. Y ¡joder, me entró el gusanillo! ¿A quién no le gustaría anunciar algo de Carolina Herrera, Ralph Lauren o Calvin Klein? La idea era seductora, como también lo eran las pasarelas.
Me miré de arriba abajo. Un metro setenta y siete. No estaba nada mal, pensé, en un momento en que ni las modelos de pasarela son como jirafas. Tenía que estudiarme a fondo, desnuda y delante del espejo. Esa noche haría un reconocimiento completo de mi persona a solas en mi habitación.
Cuando yo nací, mamá vistió una habitación de treinta metros de encajes, puntillas y tiras bordadas. Todo conjuntado, todo pasteloso. Menos mal que no lo recuerdo, y a nadie se le ocurrió nunca hacerle una foto a esa cursilada que era mi habitación.
Nació Idoia y mamá lo cambió todo; puso la habitación patas arriba y la redecoró en azul cielo y gris perla. Quedó bastante más decente. A mí me compró una cama de madera de cerezo, con dosel incluido, y a Idoia le preparó la cuna clásica. O sea, la mía, que era blanca.
Y el día que yo cumplí cuatro años, mamá decidió que cada una debía tener su propia intimidad. Era muy maniática con eso de la intimidad. Supongo que le venía de familia. Arregló una de las tres alcobas con vistas a la playa, y me instaló allí. Desde entonces me imbuí del olor y el color del mar.
Idoia se quedó en la habitación redecorada por segunda vez, ahora en verde manzana. Y ahí sigue. Durante todos estos años le ha ido muy bien; dice que la relaja mucho. Yo sigo pensando que no acaba de encajar con ella, y es que hay que verla. En verano... y durante el resto del año.
A ver, ¿cómo decirlo?
¿Recordáis Pulp Fiction?
¿A la chica de los piercing?
Ésa es mi hermana.
Es como un tenderete de bisutería con piernas. Y ahora que mamá le permite hacer top less, no perdió ocasión para enseñarnos los cuatro nuevos: dos en cada pezón. ¡Qué angustia! No sé cómo lo aguanta. Pero le gusta. En fin, supongo que es su cuerpo y que, como dice mamá, puede hacer con él lo que le dé la gana. Y yo también... ¿por supuesto?
Como no me van los tatuajes ni el piercing, no engordo, apenas puedo ser ya más alta, no tengo nada que quitarme ni nada que ponerme (de silicona), y acababa de renovar todo mi guardarropa con los regalitos de mi cumpleaños; lo único que cabía hacer para cambiar era cortar mi larga, sedosa y abundante melena, de un tono rubio dorado que todo el mundo envidiaba. Tampoco representaba ninguna novedad.
Todos los veranos, Idoia y yo llevamos el pelo corto; y cuando digo corto, quiero decir ---más o menos--- como los marines americanos. Es un ritual sagrado que, al igual que la vigilia de Semana Santa, no admite excusas. Como siempre ha sido así, nos hemos acostumbrado y ya está.
La idea era de papá, que se chiflaba por verme con el pelo corto. Decía que parecía un muchachito travieso, y cuando a los cuatro años me salieron algunas pecas... ay, entonces sí que se le caía la baba. A mamá también le gustaba muchísimo vernos así, y le resultaba muy cómodo. Yo me hice a la idea y ni me preocupé. Me divertía incluso.
Como mi pelo crecía muy deprisa, cada verano el peluquero me cortaba una generosa cabellera que rozaba mi cintura. Él disfrutaba muchísimo, lo reconocía, y yo me distraía comiendo las chucherías que me daba papá ---siempre nos ha acompañado a mí y a Idoia al peluquero--- y viendo cómo caían mis dorados mechones al suelo; algunos los apartaba cuando me molestaban. Sin miramientos ni pena.
La verdad, estoy muy guapa con el pelo corto; bueno, creo que papá me lo dijo tantas veces que acabé creyéndolo a pies juntillas. Él decía que si llevaba el pelo largo no se me veían los ojos (por esa misma razón, nunca en la vida había llevado flequillo), y que eran lo más hermoso que poseía. Así que Idoia y yo ya sabíamos lo que tocaba en junio. A Idoia también le queda muy bien el pelo corto, aunque tan rizado, parece una negrita porque, además, en verano se le pega el sol cantidad, y con tanto abalorio... No podíamos ser más diferentes. Nadie nos hubiera tomado por hermanas. ¡Ni loco!
Este año, empero, fuimos antes al peluquero; justamente el día de mi cumpleaños. Me hicieron una trenza gruesa y muy larga, de ésas que venden en las posticerías, y me la cortaron. Papá la exigió; la quería para guardarla en su despacho, probablemente bajo llave, como un recuerdo. El peluquero se la entregó. Jamás nadie ha podido negarle nada.
¡Dios, cuánto me arrepentí de no haberme rebelado contra papá, de haber permitido que me cortaran el pelo, mi precioso pelo, y tan corto! Sobre todo después de la proposición de Elena; cuando aquella noche me miré al espejo me entró un poco de vergüenza; la vergüenza dio paso a la rabia, y mis ojos se llenaron de lágrimas de desesperación por primera vez. Me habían puesto la miel en los labios para luego arrebatármela. No podía ser modelo si ni siquiera podía elegir cómo llevar el pelo, mi pelo. No quería ni pensar en ello. No me veía en absoluto femenina como las modelos que paseaban descaradamente sus cuerpos con movimientos cimbreantes que aún debería aprender.
Pero pese a mi desesperación, vi un rayito de luz: lo consultaría con mamá.
Quizás ella me comprendería, me consolaría y me animaría; y me diría que era guapa a pesar de todo. Idoia vivía en otro mundo. Y ya sabía que a papá no le haría mucha gracia. Papá quería tenerme para él en exclusiva. No toleraba la idea de compartirme con nadie.
Mamá se mostró entusiasmada con la idea.
“Qué pena que tu padre todavía esté emperrado en que lleves el pelo corto”, comentó con profunda tristeza. “Pero no es el fin del mundo ---continuó---; ahora está de moda casi todo, y tú eres guapísima”, me dijo, dándome un beso. Añadió: “Iremos a Barcelona. Hay un par de buenas agencias allá” “Ya estoy un poco harta de Madrid, y creo que tú también” “¿Conoces a algún buen fotógrafo? Yo sé cómo funciona este mundillo; recuerda el libro que escribí hace un par de años; no creo que las cosas hayan cambiado mucho desde entonces” “Necesitas tu propio book, y a tu propio booker o representante; y un composit o catálogo con tus características. Pero empezaremos por el book; una impecable colección de tus mejores fotos.”
Y comenzó nuestra aventura.
A mediados de mayo me admitieron en la Francina New Modeling School, en Barcelona, para asistir a un cursillo de verano que empezaría a primeros de julio, donde debería probar hasta dónde podía llegar, y si tenía la constancia, la voluntad de hierro y la capacidad de sacrificio que la profesión requiere. De entrada, les encantó mi fotogenia y conocer todos mis trabajos en televisión. Ya me dijo mamá que eso me ayudaría.
Papá protestó mucho y le gustó muy poco nuestra aventura en Francina.
Una noche de finales de mayo me dijo que seguía siendo una menor y que seguía estando bajo sus órdenes. Yo jamás lo había visto desde ese punto de vista. Pero caí en la cuenta de que, en realidad, siempre se había hecho todo lo que él quería. Y aquella noche se le metió en la cabeza que “iba a vigilar que el pelo no me creciera más de lo conveniente”. Y ya se sabe que su idea de lo conveniente es muy poco femenina.
Pero cuando le besé cambié su humor.
¿He dicho que papá adoraba a mamá?
Es cierto... o lo fue en su día. Sin embargo, ya no. Papá está enamorado de mí. Y así ha sido desde que nací. No es que no quiera a Idoia o a mamá; es un cariño distinto. A mí me ama como a una mujer, y me lo ha demostrado como se lo demuestra un hombre a una mujer.
Al principio tenía remordimientos, pero mamá es una mujer de mucho mundo y lo descubrió antes que él mismo. Solamente le rogó que no me forzara. Yo tenía doce años, y acababa de hacer el cambio. Los pechos me habían crecido mucho, y de la noche a la mañana; mi cuerpo estaba hecho de curvas, y al mirarme más allá del ombligo vi que, apenas sin enterarme, había aparecido el vello púbico: una suave pero abundante pelusilla dorada que cubría mi particular Monte de Venus. Ya no era su muchachito. De golpe, me había convertido en una mujer. Criaturas ingobernables y caprichosas, como las llamaba él.
Nuestra primera noche fue mágica; hubo luna, estrellas, fuegos artificiales... y mucho, mucho amor.
No era casualidad que me hubiera cortado el pelo esa mañana, que eso le volviera loco de pasión, y que a mí también acabara por excitarme. Mientras besaba mi nuca desnuda y despeinaba mi cortísimo pelo, repetía que aquello era una locura, nuestra locura, nuestro secreto. Nadie lo entendería, y era mejor guardarlo bajo llave. No necesitaba decírmelo. A los doce años ya sabía que aquello no era... políticamente correcto. No obstante, me importaba un comino mientras pudiera estar con él.
Perdí la cuenta de sus caricias y de sus besos; perdí la cuenta de las veces que me dijo “Te amo con locura, como jamás he amado a tu madre, y que Dios me perdone por esta blasfemia”. Creo que enloquecí con él. Pero, ¡qué locura más delirante de puro placentera! Cuando la mayoría de mis amigas buscaban con desespero la palabra orgasmo en el diccionario, yo ya lo había sentido. Él fue mi maestro.
Me enseñó Pasión. Y Paciencia. Me aseguró que sólo él podía darme auténtico placer. “La mayoría de los chavales de tu edad ya eyaculan si te ven desnuda”; y creo que tenía razón. Pero yo todavía era una adolescente, y no sabía a dónde podía llevarme todo aquel caudal de pasión. Tardó hora y media en penetrarme y desvirgarme aquella primera noche.
Acabamos jadeando, los cuerpos ardiendo...
Me dijo:
_Ahora entiendes por qué estás más a gusto con el pelo corto, ¿verdad?
_Me acostumbré, y lo sabes. Nunca pensé en el sexo mientras me cortaban el pelo. Simplemente sabía que eso te daba gusto. No quería contrariarte ---le dije cariñosamente.
_Yo sí pensaba en amarte cuando te veía en el sillón esta mañana. Me resultaba excitante, incluso erótico, ver cómo tus mechones rubios caían rápida y continuamente, con gracia, dejando tu espalda desnuda, y tus sienes, y tu nuca. Te hubiera amado ahí mismo. Era el strip-tease más sensual que cabe imaginar. Te habría desnudado y te habría hecho el amor en ese sillón. Si no fuera por los dichosos anuncios de televisión, llevarías el pelo corto los doce meses del año. No podía dejar de mirarte con todo mi amor, ni de pensar en lo guapa que eras y en lo guapa que ibas a quedar. Eras mi muchachito, y aún lo eres.
_ ¿No es muy contradictorio?
_Quería tenerlo todo. Y lo tuve. Tuve a mi muchachito cuando eras pequeña. Y ahora tengo a mi mujercita. Jamás te haré daño; sólo quiero amarte.
_ ¿Por qué no le dijiste a mamá que querías un varón? ---susurré mientras daba la vuelta en la cama y me sentaba encima de su vientre.
_Tu madre no quería más hijos. A su modo, es la persona más egoísta que conozco. Quería dos niñas y ya está. Sólo contaba lo que ella quería.
_ ¿Y esto es una especie de venganza? ---quise saber.
_No, en absoluto. Simplemente hago lo que me apetece. Y me apetece hacerte el amor, aunque seas mi hija. A veces me olvido de que lo eres, y el remordimiento se mitiga un poco.
_ ¿Por qué lo acepta mamá? Es denigrante.
_Porque me lo debe. Y lo sabe.
_ ¿También te acostarás con Idoia cuando sea mayor?
_ ¿Me has tomado por un pederasta, hijita? ¿Acaso todavía no sabes que lo nuestro es distinto? Yo estoy aquí porque te amo, no porque quiera abusar de mis hijas como si no tuviera más diversión.
Papá se ofendió mucho. Y yo comprendí cuán impertinente había sido. Y lo que escondía, en el fondo, mi impertinencia: celos. Había oído historias de ese tipo. Primero la hermana mayor, luego la otra, y la otra... hasta que no hubiera más. Todavía no entendía que lo nuestro era “un caso aparte”. Me disculpé y volvimos a hacer el amor.
Lo hacíamos cada noche. Él siempre me acompañaba cuando iba a Madrid a rodar los anuncios. Ya no iba a los castings; tenía mi propio currículum, y papá era mi representante.
Desde que empecé a hacer anuncios, mamá tenía su propio criterio para elegir cuáles debía hacer y cuáles no. Por principios. Decía que no pudiendo yo elegir ni tener aún mi propio criterio, debía hacer anuncios que no perjudicaran la imagen de la familia. No se trataba de cuestiones de moralidad. Mamá decía que la televisión quema mucho, y más tratándose de publicidad; si hacía un anuncio que ofreciera una imagen equivocada de mi carácter o mi forma de ser, siempre llevaría ese lastre a mis espaldas.
“Los ven millones de personas cada día, Leire”, me dijo cuando ya era más mayorcita y podía entender de qué iba aquel mundillo. “Si das un paso en falso, te lo restregarán por la cara toda la vida. Es peor que perder el Festival de Eurovisión”.
De modo que, desde los ocho años, ya empecé a descartar ofertas; cualquiera habría dicho que iba de “diva”, o que era una repipi. Pero las palabras de mamá se me grabaron a fuego. Y con los años he tenido que darle la razón.
Este verano, en Francina, ha sido el de mi revelación. Seguíamos un programa, como en cualquier otra academia: comenzábamos a las once de la mañana; pasarela, maquillaje, peluquería, expresión corporal, fotografía, ritmo, dietética, estilismo, técnicas de casting... eran el pan nuestro de cada día. Cinco días a la semana. Y aprendí casi todo lo que cabía aprender, porque demostré ser más disciplinada y aplicada de lo que había sido en el instituto. Hice, además, algún que otro descubrimiento. Por ejemplo, no salgo igual en las fotos que en la televisión. Creí que sería fácil, y me equivoqué. Cuando me hice el book lo pasé un poco mal precisamente por eso, porque me descubrí torpe delante de aquel objetivo, nada natural. Poco a poco, el fotógrafo (quien, por cierto, estaba encantado con mi pelo) me fue haciendo su cómplice, y minuto a minuto, clic a clic, fui adueñándome de su cámara hasta conseguir de ella lo que quería: lo mejor.
Ya me muevo con más soltura. Y también con tacones, aunque me molestan mucho, sobre todo los de aguja, que tampoco están de moda. Prefiero las plataformas porque te dan un aire más divertido y juvenil. Soy la única en la familia que lleva tacones; mamá no los soporta, e Idoia siempre va con las Nike a todas partes. Este verano las llevó incluso a la boda de unos amigos de papá.
Hubo una auténtica batalla campal a propósito de eso; papá quería que fuese bien vestida, bien calzada, y sin más pendientes que uno en cada oreja. Pero Idoia, por si no lo había dicho antes, tiene mucho carácter y muy mal genio, de modo que dijo que o hacía lo que le salía de las narices... o no iba. Sin embargo, fue. No cedió en absoluto, se mantuvo en sus trece, y fue como a ella le dio la gana. Papá estuvo de morros durante toda la fiesta, y apenas si se acercó a ella; debió de pensar que si tenía suerte de que no los relacionaran, no iba él a estropearlo. Por la noche me tocó consolarle con más mimos y zalamerías de lo habitual. Menos mal que me tenía a mí. Porque la única virtud de mi hermanita es su libro de calificaciones escolares.
Durante este verano, el tema habitual de discusión en desayunos, comidas y cenas los fines de semana ---el resto de la semana lo pasaba en Barcelona--- ha sido la moto de Idoia. Cumple catorce años pasado mañana; sus notas de fin de curso fueron las que todos esperábamos. Ella lo sabía; se cruzó de brazos, nos miró uno a uno, desafiante, y exigió “su” moto. La sabía ganada porque mamá, para mi cumpleaños, se gastó ciento cincuenta mil pesetas en un vestido de Calvin Klein para mí. Y además fuimos a comprarlo a París. Y ella sólo quería una Scooter para ir a clase y salir por ahí con los amigos (todos motorizados) los fines de semana. Se había encaprichado de una Derbi Atlantis gris metalizada; última novedad del Salón del Automóvil, recién salida de fábrica; nada de segunda mano mientras yo tuviera el último modelito de temporada de Calvin Klein, ¡faltaría más!
En casa siempre ha habido igualdad entre hombre y mujeres, y entre nosotras. Así que a ella, como a mí, le correspondían ciento cincuenta mil pesetas. Que la moto sólo valía cien mil... Bueno, había que comprar un buen casco, a juego con la moto, y los guantes, y unas botas adecuadas porque el invierno es muy frío en San Sebastián. Y hasta ahí llegaba el presupuesto.
Mamá no quería la moto porque siempre la han dado mucho miedo; papá decía que mejor la moto que cualquier otra cosa; y yo la secundaba por solidaridad femenina y fraternal, y porque cuando una tiene lo que quiere en la vida se vuelve increíblemente generosa con sus semejantes. Claro que nunca he entendido por qué Idoia empieza la casa por el tejado, porque primero tiene que sacarse el carnet de moto, y eso ya cuesta otras tantas mil...
A finales de julio llegó mi gran oferta. Esa que cualquier modelo, sea principiante o no, anhela; en mi caso con más razón, porque todavía me oía de vez en cuando, en mi interior, la vocecita de Elena preguntando: “¿No te gustaría anunciar perfumes caros?”
Aquel book que me habían hecho para Francina había recorrido más mundo del que yo creía. Y había llegado (no sé aún cómo) a Estados Unidos, y a las manos de mi idolatrado Calvin Klein; parecía un sueño, y yo nunca he tenido tiempo para esa clase de sueños que solamente se sueñan estando despierta y mirando a las musarañas. Quizá a los que son como yo, esos sueños se nos hagan realidad sin ni siquiera darnos cuenta.
Calvin Klein estaba iniciando una campaña para el perfume del nuevo milenio: twentyone for woman. Y buscaba un rostro nuevo con temperamento latino, y un cuerpo joven, casi púber, para mostrar desnudo. Porque la mujer del próximo milenio es minimalista, ama la naturaleza, y se siente en el jardín del Edén. Es una mujer orgullosa de su feminidad, de su cuerpo, de su condición de hembra. No tiene vergüenza, ni siente rubor al mostrarse tal cual es. Ésa era la imagen que querían lanzar, y yo había sido la elegida de diez mil candidatas escogidas de entre las mejores de las agencias de modelos de Francia, Inglaterra, Italia, España, Estados Unidos, Alemania, Holanda y la Unión Soviética, que en los últimos años ha exportado un sinfín de modelos a Europa occidental y América.
Cuando Gabriella Verino, mi agente en Francina, avisó a papá se lió una buena en casa. Él no podía ocultar la oferta, pues más tarde o más temprano me hubiera enterado y no se lo hubiera perdonado.
Intentó disuadirme aquella noche, entre sábanas, diciéndome que no era gran cosa, que apenas si iban a pagarme (yo estaba más que dispuesta a hacerlo gratis), y que habría mejores oportunidades; pero ni tan siquiera él podía creer sus propias palabras. Yo negaba con la cabeza a todos sus inconvenientes, hasta que no le quedaron más. Supo que no lograría convencerme por las buenas, y lo intentó por las malas.
_No vas a hacerlo. Olvídate. Mi hija no va a desnudarse delante de nadie. Necesitas mi consentimiento y yo no te lo doy.
_ ¿Durante cuánto tiempo? ---le reté, indignada---. ¿Un año, dos, tres años más? Puedes negármelo ahora, pero cumpliré los dieciocho y nada podrás hacer. Y me habrás perdido para siempre... como hija..., y como amante. Estás avisado.
Me dio una bofetada.
Gritó:
_ ¿Cómo te atreves a avisarme? No eres más que una putita creída. Y la culpa es de tu madre. Harás lo que yo te diga. Ahora y siempre. Tú sólo vas a desnudarte delante mío. Ya estás avisada ---sonrió con sarcasmo mientras imitaba burlonamente mi advertencia.
Salté de la cama, furiosa; abrí la puerta de mi habitación y le eché fuera. Él se rió, pero no se movió de donde estaba. Yo no hacía más que gesticular con los brazos, pidiéndole que se marchara de allí, pero ni me escuchó ni hizo movimiento alguno. Estaba muy a gusto acostado en mi cama, esperándome. Era muy paciente, y consciente de su enorme poder. Un poder que yo no podía alcanzar a mesurar en su verdadero valor. No podía vencerle, pero necesité dos horas para darme cuenta de ello. Y al final, derrotada, volví a la cama y a sus brazos, incapaz de escapar de ellos.
Mamá necesitó una semana para convencerle de que me diera el permiso para aceptar la oferta, y le engatusó diciéndole que el dinero que yo cobrara sería todo suyo. Papá era codicioso, y yo iba camino de convertirme en su gallina de los huevos de oro. Mamá pensaba que la fama que me daría el anuncio ---revistas, vallas publicitarias, televisión, cine...--- era más que suficiente para auparme muy arriba y muy lejos. Y de todos modos, yo tenía mis ahorros y no eran ninguna bagatela.
Papá accedió a regañadientes, pero a partir de ese día se convirtió en un auténtico déspota en mi cama; resentido por haber cedido, se le antojó castigarme demostrando un comportamiento harto violento en nuestras relaciones sexuales. Me forzaba a los pocos minutos de tirarme en la cama, sin darme tiempo siquiera a desnudarme o a echar de menos viejas caricias y besos.
Empecé a temerle y asustarme, algo que nunca antes me había ocurrido. Y a desear otras relaciones, conocer a otros chicos de mi edad; no me importaba si eyaculaban antes de hora. Quería una relación como la que mantenían Lucía y Aitor, o Iñaki y Elena. Quería una relación de igual a igual. Quería un novio corriente que me viniera a buscar a casa y me llevara a la discoteca, al parque de atracciones, a la playa o a la piscina. Quería oír el ring ring del teléfono y suspirar por que fuera para mí.
En la escuela había muchos chiquillos que me observaban continuamente, pero luego ya nadie quiso tratar conmigo. Yo era la rubia-tonta-repipi que salía a todas horas en la televisión, y de la cual la gente ya estaba bastante harta.